sábado, noviembre 8, 2025
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Milei y el “kemalismo” argentino

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Mustafá Kemal Atatürk, padre de la Turquía moderna.

Tras la caída del Muro de Berlín y la implosión de la Unión Soviética se creyó que el triunfo de la globalización era inminente y había llegado para quedarse. Esta inevitabilidad fue planteada por Francis Fukuyama en un artículo primero, libro después, llamado “El fin de la Historia y el último hombre”, publicado en 1992, donde dejaba a las claras que en un futuro la mayoría de los países iban a ser democracias en lo político, capitalistas en lo económico y liberales en lo social.

Al año siguiente, en 1993, Samuel Huntington escribió un artículo llamado el “Choque de Civilizaciones”, convertido en libro tres años después, donde aseveraba que no solo que el mundo no iba necesariamente a globalizarse, si no que iba a parcelarse en civilizaciones que se iban a cerrar sobre sí mismas. El debate entre ambas teorías, a la luz de los hechos, aún perdura.

Esas civilizaciones que se iban a cerrar y buscar sobrevivir eran el Occidente (Europa Occidental, Estados Unidos y Canadá), América Latina (desde México a la Argentina), Japón, el mundo chino, el mundo indio, el mundo islámico (desde el norte de África hasta Indonesia y parte de Filipinas), los países cristianos ortodoxos (con Rusia a la cabeza), el África negra y los países budistas; pero también iban a haber países no pertenecientes a ninguna de ellas, como Haití, el Caribe angloparlante, Etiopía o Israel, que sería una civilización propia pero cercana a Occidente.

Lo que Huntington también planteó, y que actualiza su teoría dándole una mejor vejez que a la de Fukuyama, es que en ese contexto se iban a producir líneas de falla o de fractura donde podrían ocurrir los choques entre las civilizaciones. Esos lugares podrían ser Transilvania (en Rumania), el oeste de Ucrania o el norte de Serbia, que serían regiones que desean estar en el mundo Occidental y no en el mundo Ortodoxo y -salvando lo de Transilvania- acertó con lo del norte de Serbia, donde Croacia y Eslovenia y Bosnia Herzegovina se distanciaron y se acercaron, sobre todo las dos primeras, a Occidente. Así, la Guerra de los Balcanes y la invasión de Rusia a Ucrania estarían ejemplificando sus puntos de vista.

Otros lugares de choque podrían ser el Tíbet o la región del Xinjiang –habitada por musulmanes uigures-, ambas sometidas por el imperialismo chino; o lo que el autor llama “Mexamérica”, que sería la penetración de la inmigración latina en California, Nueva México, Nevada, Texas y Florida, entre otros estados, donde los hispanos podrían generar una línea de ruptura.

Pero lo que también expuso Huntington, y acá ingresa la Argentina, es que los países a lo largo de su historia pueden querer llevar adelante un profundo y radical proceso de transformación política que afecta incluso su cultura, es decir que pueden pretender cambiar de civilización de pertenencia. Ejemplos a lo largo de la historia sobran. Sería la Turquía de Mustafá Kemal “Ataturk”, que decidió modernizarse y volverse un régimen laico después de la desintegración del Imperio Otomano tras su derrota en la Primera Guerra Mundial; o la transformación de la Rusia de Yeltsin que buscó un camino para integrarse a Occidente hasta que Putin arruinó todo con su alocada aventura ucraniana. A este fenómeno de transformación Huntington lo llamó “kemalismo” y explicó que se basaba “en los supuestos de que la modernización es deseable y necesaria, de que la cultura autóctona es incompatible con la modernización, de que dicha cultura autóctona se debe abandonar o abolir, y… de que la sociedad debe occidentalizarse completamente a fin de modernizarse con éxito”.

Así las cosas, la civilización latinoamericana “se podría considerar, o una subcivilización dentro de la civilización occidental”, incluso podría potencialmente convertirse en “un vástago de la civilización europea”, pero también puede no serlo ya que también incorpora “elementos de las civilizaciones americanas indígenas”, y elementos de “una cultura corporativista y autoritaria que Europa tuvo en mucha menor medida y Norteamérica no tuvo en absoluto”, dice Huntington. Además, la existencia de lo que ahora se denominan “relatos” implica que “los mismos latinoamericanos están divididos a la hora de identificarse a sí mismos. Unos dicen: «Sí, somos parte de Occidente». Otros afirman: «No, tenemos nuestra cultura propia y única»”.

Para el autor, por entonces director del famoso Instituto John M. Olin de Estudios Estratégicos dependiente de la Universidad de Harvard, la Argentina se ha decantado como una civilización latinoamericana, no por el proceso de penetración de inmigrantes de sus países vecinos, esencialmente paraguayos, bolivianos y peruanos o por su población de pueblos originarios, sino por haber encarado un acelerado proceso de integración económica con el Mercosur, haber generado una excesiva dependencia con el Brasil y haber resuelto sus problemas limítrofes con Chile recurriendo a un arbitraje, lo que confirmaría su voluntad de integración.

Sin embargo, esta semana ocurrió un hecho que muestra una vez más el deseo de cambio cultural del actual gobierno. Tras el voto argentino en las Naciones Unidas a favor de levantar las sanciones económicas al régimen comunista cubano el presidente dio señales claras acerca de que se está frente a un proceso de “kemalismo” que muchos se niegan a ver o entender. La primera señal fue desplazar a la anterior canciller Diana Mondino, ya que probablemente no le respondía el cuerpo diplomático argentino que, vale aclarar, ha tenido una renovación importante durante el gobierno de Alberto Fernández. La segunda es investigar que sucedió para que no se votara a favor de la permanencia del bloqueo en la más absoluta minoría junto a los Estados Unidos e Israel. Y la tercera, profundizar el choque preexistente contra un cuerpo diplomático, que al parecer contiene grupos disidentes o rebeldes, nichos del gobierno anterior, que no entienden que el nuevo reposicionamiento de la Argentina en el mundo supera la barrera de lo ideológico para convertirse en cultural, en una decisión “kemalista”.

Cuando Mustafá Kemal “Ataturk” llegó al gobierno de Turquía en 1923, llevó adelante profundos y radicales cambios para implementar reformas que sacaran al país del atraso tecnológico y cultural. Chocó con enormes nichos de poder de siglos de duración, lo que no le impidió “europeizar” al país; imponer un alfabeto latino modificado que reemplace al árabe; secularizar a la sociedad aboliendo el califato y cerrando los centros o escuelas teológicas islámicas conocidas como madrazas; darle el voto a la mujer en 1930, que incluso pudieron ser elegidas para cargos públicos antes que en muchos países occidentales; y hasta eliminó un símbolo nacional como el fez, vistiéndose siempre como un europeo.

Su gobierno duró quince años, hasta 1938, lo suficiente para que los cambios fueran irreversibles por muchos tiempo. Tuvo que llegar 65 años después un Recep Tayyip Erdogan, primero en 2003 como primer ministro y luego, desde 2014, como presidente, para dar marcha atrás y buscar imponer un populismo neo-otomanista.

Salvando las diferencias históricas y culturales, y parafraseando a Huntington, podríamos preguntarnos cuál será el éxito del “kemalismo” de Milei ¿podrá romper culturalmente con la “pertenencia latinoamericana” y adherirse a la “civilización Occidental” como pretende? ¿Podrá romper el relato de la pertenencia de la Argentina a la Patria Grande americana? Y lo más difícil ¿Podrá ser el Ataturk local? Por lo pronto, tras lo visto con el voto en las Naciones Unidas, está planteada la resistencia.



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