Hija de Juan Galiffi, más conocido como Don Chicho Grande, era mujer de singular belleza. Deslumbraba con sus atrapantes ojos esmeralda y su gran inteligencia. Manejó la mafia en la Argentina luego de que deportaron a su padre. Para algunos historiadores, Ágata Galiffi llegó a ser más importante en la Chicago Argentina que el mismísimo Al Capone. Conocida como la «Flor de la Mafia» o «Pantera».

La flor de la mafia se hizo presente justamente en la última cena del rival de Galiffi. Junto a su madre, Rosa Alfano, recibieron a Francisco Marrone, alias Chicho Chico; le prepararon el servicio y horas más tardes, mandaron a que se deshagan del cuerpo. De esta forma, ya a los 21 años, Ágata comenzaba su carrera mafiosa.
Por cuestiones del destino, “La Pantera” se casó con un allegado del enemigo familiar. El abogado Rolando Gaspar Lucchini era quien llevaba los asuntos legales de los Galiffi, pero también era cuñado de Marrone. Esta relación fue conflictiva, principalmente por la diferencia de edad entre los 2. Finalmente, Ágata se fugaría con su amante Arturo Placeres años más tarde. Este último era un típico delincuente de guante blanco, muy conocido en el foro rosarino.
Con el exilio de su padre, quien se vio obligado a volver a Italia, la Galiffi tomó sus cuentas y negocios, para sumergirse de lleno en la cossa nostra. Según sus testimonios, en Rosario no prolifero la mafia, porque ya estaba instaurada en las fuerzas policiales y políticas. Mediante túneles subterráneos, el puerto, cabarets y pagos por protección, ella dejaba de ser “la hija de”. Ya constituía un nombre propio, y hasta tenía su apodo que hacía referencia a su ferocidad.
Entre sus actos delictivos se encuentra la construcción de un túnel de 94 metros que daba a la caja de caudales del Banco de la Provincia de Tucumán, para cambiar los billetes verdaderos por falsos. El 23 de mayo de 1939 Ágata fue apresada. junto a su amante. Después de 2 meses de crueles interrogatorios, y a falta de una cárcel para mujeres en Tucumán, es enviada a un hospital de alineadas en Rosario donde convive con los aullidos de las enfermas mentales.

En sus palabras: «Estuve presa en Rosario y en Tucumán. Una monjita me consiguió dos cajones y me armé una cama cerca de la ventana para mirar las estrellas. Creían que yo era un monstruo y por eso me tenían aislada en 3 metros cuadrados, con barrotes muy gruesos y sin baño. Allí pasé 9 años. Papá me dejó una finca en Caucete, San Juan. Empecé a trabajar la tierra. Arar, sembrar, podar. Perdí un piso de 13 habitaciones en Santa Fe y Callao (Rosario) y también algunos cuadros valiosos que me robaron.»
La presencia de esta emblemática mujer en San Juan, se remonta a la década del «30. En 1932 llegó San Juan, haciéndose bodeguero y propietario de una finca, esta última adquirida en el departamento de Caucete. En nuestra provincia las maniobras de Juan Galiffi fueron motivo de varias noticias policiales, a partir de la compra que hizo de una bodega que había pertenecido a don Fortunato Costa, donde se cree estuvieron ocultos fajos de billetes falsos con la intención de luego llevarlos a Tucumán para hacerlos circular. Los restos o relictos de esta bodega aún se encuentran en pie, pero pocos sanjuaninos saben de su historia. Están ubicados en nuestra ciudad capital, sobre calle España, llegando a la intersección de 9 de Julio, y fue adquirida luego por don Juan Latorre, quien durante algún tiempo la usufructuó, hasta que después se estableció un aserradero que ya no existe.
Fue en 1956 aproximadamente cuando Ágata regresó a San Juan, dispuesta a recuperar su propiedad. Ella ya se había separado de su esposo, quien luego de excarcelarla, cuando estuvo recluida por tantos años en Tucumán, la dejó prácticamente en la ruina. Retornó junto a su madre, además se habla de que llegó con un tal Arturo Pláceres, pero luego de un tiempo desapareció de su vida. Luego de idas y venidas se radicó definitivamente en San Juan. En esta época vivía de lo que producían sus viñedos y también de la venta o empeño de sus valiosas joyas. También formó pareja con un porteño, de oficio pintor, llamado Julio Fernández, adoptando una hija llamada Karina Alejandra Fernández.
Instaló en nuestra ciudad una zapatería muy exclusiva, situada sobre Av. Rioja y casi Rivadavia. En estos años su padre ya había sido expatriado a su lugar de origen, falleciendo tiempo después, luego también fallecería su madre. En la ciudad capital vivió sus últimos años -cuando ya había vendido su finca- en un alto edificio en el cual tenía un departamento, sobre calle 9 de Julio y Caseros. De esta etapa, varios de sus vecinos aún la recuerdan con simpatía y cariño y sobre todo por su indudable filantropía. Parece ser que su salud se deterioró por un problema digestivo o hepático, pero más que nada cayó en un tremendo estado depresivo, prácticamente se dejó morir.
Personas que la conocieron contaron que estuvo internada en el entonces Sanatorio Almirante Brown. En la ocasión Ágata, que ya no quería comer, accedió a que una dilecta amiga, llamada Encarnación Font, le diera «algunas cucharadas de sopa». Fue cuando le dijo muy apesadumbrada: «negra, nos abandonaron todos…». Al día siguiente falleció, era un crudo invierno del 6 de julio de 1985. Tanto los diarios locales, como otros medios de prensa no informaron de su muerte, y fue a propósito para evitar la concurrencia de gentíos o periodistas, cosa que había solicitado en vida. Tras un velorio íntimo, al que sólo asistió su pequeña familia y un grupo de amigos, fue sepultada en el cementerio del departamento de Santa Lucía.
En su tumba sencilla existe una placa de bronce, con una de sus fotos, una frase afectuosa de su compañero e hija, y la figura de un reloj, que con sus agujas señala la hora de su muerte. Estos datos indican la última morada de esta mujer tan particular, de personalidad dual, que indudablemente formó parte de una historia que tuvo ribetes legendarios.
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